SAN ANSELMO, OBISPO Y DOCTOR
DE LA IGLESIA
Monje, obispo y doctor, Anselmo reunió en su persona estas tres cualidades de cristiano privilegiado; y aunque la aureola del martirio no vino a dar el último lustre a este noble haz de tantas glorias, se puede decir que la palma le faltó a Anselmo, pero que Anselmo no faltó a la palma. Su nombre recuerda la mansedumbre del hombre del claustro, unida a la firmeza episcopal, la ciencia unida a la piedad; ningún recuerdo fué a l a vez tan caro y tan brillante.
El monje
Piamonte le dió a Francia y a la orden de San Benito. Anselmo realizó plenamente en la abadía de Bec el tipo del Abad, tal como le trazó el Patriarca de los monjes de Occidente: "Antes servir que mandar." Se ganó de un modo particular el afecto de sus hermanos, la expresión de cuyos sentimientos ha llegado hasta nosotros. Su vida les pertenecía por entero ya se tratase de conducirlos a Dios, ya de iniciarlos en las sublimes especulaciones de su inteligencia. Un día les fué arrebatado a pesar de todos sus esfuerzos y forzado a sentarse en la silla arzobispal de Cantorbery. Sucesor, en esta silla, de Agustín, Dustano, Elfegio y Lanfranco, fué digno de llevar el palio que ellos llevaron, y por sus nobles ejemplos abrió el camino al ilustre mártir Tomás que le sucedió tan de cerca.
EL HERALDO DÉ LA MAJESTAD REAL DE LA IGLESIA
Su vida pastoral la consagró toda a luchar por la libertad de la Iglesia. En él el cordero revistió el valor del león: "Cristo, decía, no quiere una esclava por esposa; no hay en este mundo cosa más querida para él que la libertad de su Iglesia." Y a pasó el tiempo en que el Hijo de Dios se dejó encadenar para librarnos de nuestros pecados; resucitó glorioso y quiere que su Iglesia sea libre como él. En todo tiempo tiene que luchar por esta sagrada libertad, sin la cual no podría cumplir con el ministerio de salvación que su divino Esposo la confió. Celosos de su influencia, los príncipes de la tierra, que no ignoran que es reina, se han esforzado por crearla mil obstáculos. En nuestros días, un gran número de sus hijos han perdido hasta la noción de los derechos que se la deben; sin ninguna consideración para con su dignidad real, no la dejan otra libertad que la de las sectas que ella condena; no pueden comprender, que en tales condiciones la Iglesia, que Cristo fundó para reinar, queda en esclavitud.
No lo entendió así San Anselmo; y cualquiera que se diga hijo de la Iglesia, debe tener horror a tales utopías. Las palabras grandilocuentes de progreso y sociedad moderna no le seducen, sabe que la Iglesia no tiene igual en la tierra; y si ve el mundo preso de las más terribles convulsiones, incapaz de apoyarse sobre una base firme, todo tiene para él la explicación de que la Iglesia ya no es reina. El derecho de nuestra Madre no consiste sólo en ser reconocida por lo que es en el secreto del pensamiento de cada uno de sus fieles; necesita además el apoyo externo. Jesús la prometió en herencia las naciones, y las poseyó conforme a esta promesa; pero hoy, si sucede que algún pueblo la pone fuera de ley, ofreciéndola la misma protección que a todas las sectas que ella expulsó de su seno, se levantan mil aclamaciones alabando este pretendido progreso, y voces conocidas y amigas se mezclan a estos clamores.
Estas pruebas no las conoció Anselmo. Era menos de temer la brutalidad de los reyes normandos, que estos sistemas pérfidos que socavan por la base la idea misma de la Iglesia, y hacen echar de menos la persecución declarada. El torrente todo lo transtorna a su paso; pero todo renace cuando se seca su fuente. Otra cosa sucede cuando las aguas desbordadas inundan la tierra y la arrastran consigo. Tengámoslo por seguro el día en que la Iglesia, la celestial paloma, no encuentre aquí abajo donde posar su pie con honor, el cielo se abrirá y emprenderá el vuelo a su patria celestial, abandonando el mundo, la víspera de la venida del Juez en el último día.
EL DOCTOR
San Anselmo no es menos admirable como Doctor que como Pontífice. Su inteligencia profunda y serena penetró en la contemplación de las verdades divinas; buscó sus mutuas relaciones y su armonía y el fruto de estos nobles trabajos ocupa un lugar preeminente en el depósito que conserva las riquezas de la teología católica. Dios le concedió el genio. Ni sus luchas ni su vida agitada, pudieron distraerle de sus santos y queridos estudios, y camino de sus destierros iba meditando en Dios y en sus misterios, extendiendo para sí y para la posteridad el campo ya vasto de las investigaciones respetuosas de la razón en los dominios de la fe.
Vida
Anselmo nació en Aosta del Piamonte hacia el año 1033. A los 26 años, entró en la abadía de Bec, en Normandía, donde se entregó a la práctica de las virtudes monásticas, y al estudio de la filosofía y de las Sagradas Escrituras. A los 30 años fué nombrado prior y maestrescuela, y en 1078 abad. Gobernó su Abadía con una bondad incomparable, que le permitió triunfar de todas las dificultades. Le tuvieron en gran estima los Papas Gregorio II y Urbano II, y habiendo sido llamado a Inglaterra, en 1092, no pudo entrar en Francia y fué nombrado arzobispo de Cantorbery al año siguiente. Tuvo mucho que padecer de parte de Guillermo el Rojo, a causa de la defensa de los derechos y libertad de la Iglesia. Desterrado, se refugió en Roma, donde el P a p a le colmó de honores, y le dió ocasión, en el concilio de Barí, de convencer de sus errores a los griegos que negaban que el Espíritu Santo procede igualmente del Hijo que del Padre. Llamado a Inglaterra, después de la muerte de Guillermo murió el 21 de abril de 1109. Fué enterrado en Cantorbery. E n 1492, Alejandro VI, autorizó su culto, y Clemente X I le declaró Doctor de la Iglesia en 1720.
PLEGARIA AL DEFENSOR DE LA LIBERTAD
Oh Anselmo, Pontífice amado de Dios y de los hombres, la Santa Iglesia, a quien con tanto celo serviste aquí en la tierra, te tributa hoy sus homenajes como a uno de sus prelados más venerados. Imitador de la bondad del divino Pastor, nadie te sobrepasó en condescendencia y caridad. Conocías a todas tus ovejas y ellas te conocían a ti; velando día y noche en su custodia, jamás fuiste sorprendido por el asalto del lobo. Lejos de huir al acercarse, saliste a su encuentro, y ninguna violencia te pudo hacer retroceder. Heroico campeón de la libertad de la Iglesia, protég e l a en nuestros tiempos en que por todas partes se la pisotea y se la aniquila. Suscita por doquier Pastores émulos de tu santa independencia a fin de que el valor se reanime en el corazón de las ovejas y que todos los cristianos tengan a honra confesar que ante todo son miembros de la Iglesia, que los intereses de esta Madre de las almas, son superiores, a sus ojos, a los de cualquier sociedad terrestre.
PLEGARIA AL DOCTOR
El Verbo divino te dotó, oh Anselmo, de esa filosofía completamente cristiana, que se humilla ante las verdades de la fe, y así purificada por la humildad, se eleva a las visiones más sublimes. Alumbrada con tus luces tan puras, la Iglesia, en recompensa, te ha otorgado el título de Doctor, tanto tiempo reservado a aquellos sabios que vivieron en las primeras edades del cristianismo y conservan en sus escritos como un reflejo de la predicación de los Apóstoles. Tu doctrina ha sido juzgada digna de compararse a la de los antiguos Padres, porque procede del mismo Espíritu; es más hija de la oración que del pensamiento. Obténnos, oh santo Doctor, que siguiendo tus huellas, nuestra fe, también busque la inteligencia. Muchos el día de hoy blasfeman lo que ignoran, y muchos ignoran lo que creen. De ahí una confusión desoladora, compromisos peligrosos entre la verdad y el error, la única doctrina verdadera desconocida, abandonada y sin defensa. Pide para nosotros, oh Anselmo, doctores que sepan alumbrar los caminos de la verdad y disipar las nubes del error, para que los hijos de la Iglesia no queden expuestos a la seducción.
PLEGARIA AL MONJE
Dirige una mirada sobre la familia religiosa que te acogió en sus filas al salir de las vanidades del siglo, y dígnate extender sobre ella tu protección. De ella sacaste tú la vida del alma y la luz de tu inteligencia. Hijo de San Benito, acuérdate de tus hermanos. Bendícelos en Francia, donde abrazaste la vida monástica; bendícelos en Inglaterra, donde fuiste Primado entre los Pontífices, sin dejar de ser monje. Ruega, oh Anselmo, por las dos naciones que te han adoptado una después de otra. En la una, la fe está tristemente muy disminuida; la otra dominada por la herejía. Alcanza para las dos la misericordia del Señor. Es poderoso y no cierra sus oídos a la súplica de sus santos. Si ha determinado en su justicia no devolver a estas dos naciones su antigua constitución cristiana, obtén al menos que se salven muchas almas, que muchas conversiones consuelen a la Madre común, que los últimos obreros de la viña rivalicen con los primeros, en espera del día en que el Maestro descienda para recompensar a cada uno según sus obras.
Sea todo a la Mayor Gloria de Dios
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