viernes, 27 de mayo de 2022

San Beda el Venerable, Confesor y Doctor de la Iglesia

  






SAN BEDA EL VENERABLE, CONFESOR
Y DOCTOR DE LA IGLESIA

En este día Inglaterra pone a nuestra consideración su más ilustre hijo, San Beda el Venerable, aquél monje humilde y amable, cuya vida la pasó alabando a Dios y buscándole en la naturaleza y en la historia, pero sobre todo en la Sagrada Escritura, estudiada con amor e interpretada a la luz de las más sanas tradiciones. El que no hizo otra cosa que escuchar a los antiguos maestros, llega a ocupar un lugar entre ellos, siendo también Padre y Doctor de la Iglesia de Dios. Oigamos cómo al final de sus días nos resume él mismo su vida. 

Su vida: "Sacerdote del monasterio de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, nací en su territorio y nunca cesé de habitar en su casa desde los siete años, observando la regla, cantando cada día en su iglesia, encontrando mis delicias en aprender o en enseñar o en escribir. Luego que recibí el sacerdocio, comenté la Sagrada Escritura para mi propio bien y para el de mis hermanos, en algunas obras, sirviéndome para ello de las expresiones que usaron nuestros venerados Padres o siguiendo fielmente su interpretación. Y, ahora, oh buen Jesús, te pido que ya me has dado tan misericordiosamente a beber la dulzura de tu palabra, me concedas llegar benigno a la fuente, tú que eres Fuente de la Sabiduría, y verte por siempre jamás".


LA MUERTE

Su muerte no había de ser una de las lecciones menos preciosas que dejaría a los suyos. Los cincuenta días que le duró la enfermedad que le privó de la vida, los pasó como el resto de su vida, cantando salmos o enseñando. Acercándose la Ascensión del Señor repetía, con lágrimas de gozo la antífona de la fiesta: "Oh Rey de la gloria, que subiste triunfante a lo más encumbrado de los cielos, no nos dejes huérfanos sino envíanos al Espíritu de verdad según la promesa del Padre." Y haciendo suyas las palabras de San Ambrosio repetía a sus discípulos: "No he vivido de modo que tenga que avergonzarme de vivir en medio de vosotros, pero no tengo miedo de morir, porque tenemos un buen Señor." Después volviendo a su traducción del Evangelio de San Juan y a un trabajo que había emprendido sobre San Isidoro, decía: "No quiero que mis discípulos después de mi muerte se distraigan en falsedades y que sean sin fruto sus estudios."

El martes anterior a la Ascensión aumentó la dificultad de respirar y aparecieron los síntomas de un rápido desenlace. Muy contento dictó durante todo este día y pasó la noche en acciones de gracias. La aurora del día siguiente le encontró activando los trabajos de sus discípulos. Dejáronle a la hora de Tercia, para ir a la procesión, que se acostumbraba a tener ya desde entonces con las reliquias de los santos. Uno de sus discípulos que se quedó con él le dijo: "Maestro amado, ya no falta sino un capítulo que dictar. ¿Te quedan aún fuerzas?" Es muy fácil contestó sonriendo el bondadoso Padre, toma la pluma, córtala, y luego escribe, pero date prisa. A la hora de Nona llamó a los sacerdotes y les repartió algunos recuerdos, pidiéndoles en cambio un momento en el sacrificio del altar. Lloraban todos, mientras él lleno de gozo les decía: "Es tiempo ya, si es esa la voluntad de mi Creador, de que vuelva a Aquél que me hizo de la nada, antes de existir. Mi benigno Juez ha ordenado muy bien mi vida; mas he aquí que para mí se acerca la hora de la separación; yo la deseo para estar con Cristo: sí, mi alma desea ver en su belleza a Cristo mi rey."

Hasta el atardecer no cesó de exhalar aspiraciones semejantes, hasta que llegó a este diálogo con Wiberto, el joven mencionado más arriba, y que es de lo más encantador: "Maestro amado, aún queda una frase. — "Escríbela pronto." Y un momento después: "Se acabó ya", dijo el joven. "Muy bien dices, respondió él. Se acabó todo: toma mi cabeza con tus manos y sosténla mirando hacia el oratorio, porque me causa mucha alegría encontrarme de cara al lugar santo, en donde tanto he rezado. Y desde el suelo de su celda en que se le había echado entonó: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. y cuando hubo pronunciado la última palabra entregó su espíritu.


VIDA

San Beda nació en G r a n Bretaña en 672 o 673. H u é r f a n o desde su misma infancia, entró a los siete años en la abadía de Wearmouth. Tres años más tarde pasó a la nueva fundación de Yarrow, en donde permaneció toda su vida. Fué ordenado de diácono a los 19 años, y de sacerdote a los 30. Murió el 25 de mayo del año 735. Su ciencia fué verdaderamente universal y dejó tantos escritos que durante toda la Edad Media estos libros constituían por decirlo así la única biblioteca de los Anglosajones. Sus obras figuran entre las más leídas y las más copiadas en toda la cristiandad. Comentó toda la sagrada Escritura, siguiendo siempre paso a paso la doctrina de los Santos Padres. León XIII le declaró doctor de la Iglesia.


PLEGARIA

¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo! Este será el canto de toda la eternidad. Aún no existían ni los Angeles ni los Hombres y ya Dios se bastaba a Sí mismo para su propia alabanza, en medio del concierto admirable de las tres divinas Personas. Su alabanza era adecuada, infinita, perfecta como Dios, sola digna de El. Por más que el mundo celebrara tan magníficamente a su Autor por medio de los millares de voces de la naturaleza, siempre se quedará muy por debajo del objeto de sus cantos. Sin embargo de eso, la misma creación está invitada a enviar al cielo el eco de la melodía trina y una. Cuando el Verbo por medio del Espíritu Santo se hizo hombre en María, siendo su verdadero hijo, como lo era ya del Padre, el eco creado del cántico eterno respondió plenamente a las armonías adorables, cuyo secreto estaba guardado primitivamente en la Santísima Trinidad. Después, para el hombre que sabe comprenderlo, su perfección está en asemejarse al hijo de María, para no hacer más que uno con el Hijo de Dios en el augusto concierto en que Dios encuentra su gloria.

Fuiste, oh glorioso San Beda, aquél hombre a quien le fué dado el espíritu de inteligencia. Era, pues, justo que tu último suspiro saliese de tus labios acompañado del cántico de amor, en que se había consumido para ti la vida mortal, señalando así tu entrada sin dificultad ninguna en la eternidad feliz y gloriosa. ¡Ojalá nos aprovechemos nosotros de esta última lección en la cual se hallan resumidas las enseñanzas de tu vida tan sencilla y tan grande a la vez! Gloria sea a la infinitamente poderosa y misericordiosa Trinidad. ¿Por ventura no es esta la última palabra del ciclo completo de nuestros misterios que al presente terminan con la glorificación del Padre Eterno, por medio del triunfo de su Hijo Redentor y con el florecimiento del reino del Espíritu Santiflcador por todas partes? ¡Qué hermoso era el reino del Espíritu Santo en la Isla de los Santos, qué bello el triunfo del Hijo para gloria del Padre, cuando Inglaterra, entregada a Cristo por Roma, brillaba en los confines del universo, como joya de inapreciable valor en los adornos de la Esposa! Santo Doctor de los ingleses en el tiempo de su fidelidad, responde ahora a la esperanza del Romano Pontífice que extiende tu culto a toda la Iglesia y despierta en el alma de tus conciudadanos los sentimientos de otros tiempos para con la Madre común.




Sea todo a la mayor gloria de Dios.

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